“El
asunto es encontrar una verdad que sea cierta para mí, encontrar la idea por la
cual yo sea capaz de vivir y de morir.”
Søren Aabye Kierkegaard
Por Robert Uranga
Pensador estadounidense
de origen uruguayo, especialista en estudios culturales
Decía Jean Baudrillard que en la era posmoderna
vivimos en una Hiperrealidad, una realidad construida, un simulacro en el que
el referente ha desaparecido o, lo que es peor, es imposible distinguirlo de su
representación. Siguiendo la famosa parábola del mapa y el territorio, podemos
decir que la posmodernidad desdibujó uno y otro concepto, dejándonos solo con
el mapa. Habitamos, pues, una construcción, un trazado de proporciones
descomunales, pero creado y sin un sustento más allá de la propia creación.
La posmodernidad, a su vez, no solo trajo una
realidad construida, un mundo de significación sin referente, sino también (y
quizás como causa de todo) una desilusión y pérdida de confianza en lo que
Frederic Jameson llamó “los metarrelatos”, aquellas narrativas que reflejaban y
enaltecían los grandes valores de la modernidad: comenzó a reinar el nihilismo
y el escepticismo, la desconfianza, el individualismo, la superficialidad, el
egoísmo. Ya no hay ideales compartidos que nos motiven y que doten de sentido
nuestra existencia: ya no importan sociedad, patria, ciencia, clase,
revolución, movimiento, progreso… Solo hay una huida solitaria hacia un futuro
indefectible que ya es hoy, que ya ha llegado, que está con nosotros y que será
eterno. El fin de la historia.
Sin embargo, la historia no se detiene. Y
de entre ese espíritu banal surgirá (o parece estar surgiendo) una nueva
perspectiva vital: la búsqueda de lo auténtico.
Escupir para arriba
La industria cultural posmoderna ha sido,
especialmente en el último cuarto del siglo XX, una máquina de fabricar y
vender ídolos artificiales, productos precocinados listos para consumir.
Artistas de toda clase fueron construidos y presentados sin reparos (y con
absoluto descaro) como productos diseñados en los grandes estudios de música o
cine, o en los despachos de una editorial. La cultura pop llenó las estanterías
de los centros comerciales, las salas de cine, los videoclubes, los canales de
TV, las radios y las revistas con envasados fabriles, mercancías en serie. Cada
nuevo producto era solo un modelo más novedoso y mejorado del anterior (no es
casual la referencia al antiguo en la mención del nuevo: “el nuevo Michael
Jackson”, “la nueva Madonna”, “el nuevo Stephen King”, “el nuevo Spielberg”, y
así siguiendo). Se intentaba suprimir el agotamiento del modelo anterior y, a
su vez, disminuir el riesgo del factor humano (el ídolo de carne y hueso) sobre
el producto final: antes de que la persona alterase la mercancía, había que
poner otra mercancía al alcance del consumidor.
Sin embargo, después de los primeros
grandes ídolos de la industria cultural, costó encontrar un reemplazo a la
altura de los mitos creados; así, pues, fue necesario ofrecer, por cada ídolo
en retirada, una panoplia de posibles sucesores. Y cuando ello no fue
suficiente, hubo de crearse una segmentación de mercados cada vez más fina y
precisa, con más categorías, a fin de que cada posible sucesor encontrase un
público donde rentabilizar la inversión de su propio desarrollo.
Al comenzar el siglo XXI, el ritmo de
producción de ídolos se incrementó: aumentó el número y la segmentación por
públicos a niveles inabarcables, al mismo tiempo que se redujeron los ciclos de
vida útil de cada ídolo. Así, el artista revelación de un año recibía el premio
a su trayectoria al año siguiente y al tercero ya estaba acabado. Como era de
esperar, esta proliferación de artistas y su rápido agotamiento (por saturación
del mercado) requirió una medida creativa por parte de la industria cultural.
Algunos productores vieron una salida en la presentación de otros productos
prefabricados pero dotados de una etiqueta distinta que ocultara su fisonomía
de diseño y lograra romper la saturación mediante una diferenciación positiva.
Aparecieron así los artistas “auténticos”, aquellos que no habían sido
(supuestamente) moldeados por la industria, sino que habitaban en los márgenes
del circuito comercial y que eran “descubiertos” por un productor atento o por
el propio público, que los popularizaba mediante el boca a boca y/o las redes
sociales electrónicas.
Los artistas auténticos se presentaban como
músicos autodidactas, bloggers con
talento, cineastas independientes,
artistas callejeros y un largo etcétera underground
que, de pronto, la industria descubrió como herramientas para insertar más
productos en el mercado. Hacía falta, claro, ahondar en la estrategia de
diferenciación. Y entonces decidieron hacer hincapié en el viejo ideal
existencialista de “lo auténtico”.
Un cantante auténtico es uno que escribe
sus propias letras y refleja sus propios sentimientos, que canta a viva voz
acompañado de una guitarra acústica (en contraposición a aquel que lo hace a
través de un sintetizador, con las letras que compuso un empleado de
discográfica, con la música de un sesionista, la coreografía de un profesional
y más efectos de sonido que en una película de ciencia ficción); un escritor
auténtico es el que expresa sus pensamientos de forma natural, sin
condicionamientos estilísticos ni ligaduras contractuales (en contraposición al
escritor por encargo, al best-seller
serial, al negro [ghost writer], a la
pluma mercenaria); un cineasta auténtico es el que redacta sus propios guiones,
dirige sus propias películas, cuenta historias de la vida, con actores poco
convencionales y en escenarios naturales (en contraposición a las ficciones
cuadriculadas y estandarizadas de Hollywood, con su star system y sus escenografías digitales). Y así siguiendo.
El fenómeno dio un vuelco en otros sectores
comerciales, donde “autenticidad” se convirtió en un sinónimo de “marca”: las
grandes firmas comerciales de ropa, calzado, complementos, etc., se lanzaron a
redescubrir las ventajas de lo auténtico por sobre (en este caso) la copia o la
falsificación. Intentaron dotar a sus productos seriados con el valor de piezas
de colección irremplazables: intentaron equiparar (en la retórica, ya que no en
los hechos) el diseño de un bolso con
una obra de arte; quisieron transferir a la idea, al concepto, características
propias del objeto material original, único y… auténtico.
Sin embargo, todo aquello acabó por convertirse
en un escupir hacia el cielo.
En busca de lo auténtico
Especialmente los jóvenes, aunque no solo
ellos, comenzaron a apreciar hace relativamente poco tiempo el valor de la autenticidad, a
rebelarse contra lo prefabricado, contra la superficialidad, la pose, la
estética. El llamado de atención lanzado inocentemente (e inconscientemente)
por la industria cultural hacia “lo auténtico”, hacia la búsqueda de algo real,
verdadero, algo más allá de filtros y aditamentos, ha despertado una corriente
de pensamiento, un verdadero germen de actitud vital que podría alcanzar rango
de Zeitgeist de mantenerse la actual
tendencia.
A este respecto, los estudios recientes
realizados por mi equipo de trabajo en la Universidad de Michigan demuestran
que no aún está claro qué es exactamente lo auténtico, y es probable que nunca
lo esté. La búsqueda es común, pero es una búsqueda dispersa, diseminada, en
distintas direcciones y siguiendo pistas diferentes: unos ven lo auténtico en la
vuelta a la naturaleza, al instinto animal, a los sentimientos más primitivos y
salvajes; se trata de eliminar la cultura, el artificio creado por el hombre,
para recuperar nuestra esencia ya que, al fin y al cabo, solo somos primates.
Otros, por el contrario, únicamente
intentan tomar distancia de la superficialidad posmoderna: reniegan de
cualquier pertenencia a tribu urbana, a estéticas predeterminadas, al culto del
cuerpo, a la cirugía, los implantes, el maquillaje, la ropa de marca, los
artistas pop, la televisión, el entretenimiento… En ocasiones, emplean como
referencia otra noción difusa, la de “necesidad”, como parámetro de selección:
solo lo necesario es auténtico. Hambre, sueño, frío, sed… Pero, ¿también
bienestar? ¿También risa? ¿También realización personal? En definitiva, ello no
hace más que desplazar la pregunta porque, ¿qué es lo necesario?
Un tercer grupo cree que el cambio, el
“auténtico cambio”, es la medida de lo auténtico. En lugar de mirar al pasado,
a la naturaleza humana como esencia animal, intentan traducir la experiencia
del hombre como un devenir hacia la propia modificación, una suerte de
eugenesia predeterminada en nuestros genes, un mandato natural hacia la
mutación artificial de nuestra propia naturaleza. Este contradictorio
imperativo de superación es, a ojos de esta corriente, lo único que importa, el
verdadero objetivo de la humanidad sobre el planeta Tierra, una manera de
trascender que está en nosotros, que nos llama y nos reclama. Responder a esta
llamada es lo único auténtico.
Una cuarta tendencia es de índole
completamente diferente: Dios, la religión, la oración, lo espiritual por sobre
lo mundano, es lo verdaderamente auténtico. Y no se trata de un mero remedo new age, una espiritualidad de
herboristería, incienso y música celta: se trata de un renacer del fanatismo religioso,
del creacionismo, la yihad, pero también de otras expresiones distintas y
soterradas. Es la búsqueda de los hilos invisibles que rigen del Universo, de
lo que hay más allá de los (engañosos) sentidos, lo que da sentido a todo.
Y ello es solo una primera aproximación.
Nuevos estudios revelarán probablemente otras maneras de enfocar este ideal
supremo, la búsqueda de lo auténtico como el Santo Grial de la
pos-posmodernidad.
De momento baste
decir que es esa búsqueda
(desesperada, en algunos casos) lo que marca y designa ese
nuevo espíritu que percibimos, ese nuevo aire que sopla entre nosotros y que
intenta disipar las nubes de un mundo que, hasta ahora, se nos antojaba como
una realidad virtual, un escenario construido por una Matrix para deleite de nuestros sentidos y corrupción de nuestras
almas. Nadie sabe qué es lo auténtico, pero todos creen que lo reconocerán en
cuanto lo vean…
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